Holmberg
Lejos
de los campos de batalla en los que su abuelo -un barón austríaco
llegado al país en 1812- defendiera la independencia a la par del
General Manuel Belgrano, Eduardo Ladislao Holmberg se crió entre los
novedosos libros científicos de su tiempo y los ricos jardines de su
padre, un aficionado a la botánica.
Algunos
lo recuerdan como aquel que introdujo la literatura fantástica en el
país, de la mano de su novela El
viaje maravilloso del señor Nic-Nac,
editada en 1875. Pocos saben, en cambio, que su mayor invención no
ocurrió en los libros sino en la realidad.
Es
que, además de escritor, Holmberg era un apasionado naturalista. Y
fue gracias al prestigio que le otorgaron sus investigaciones,
productos de viajes a lo largo de todo el país, que en el año 1888
fue designado como director del recientemente creado Jardín
Zoológico de la Ciudad de Buenos Aires.
Rápidamente,
emprendió la tarea de diagramar los nuevos paseos y lagunas y una
serie de pabellones especialmente diseñados para hospedar a los
ejemplares de cada especie. En aquella época los zoológicos eran
considerados un espacio de recreación y el diseño de Holmberg
respetó a rajatabla esta función. Suya fue la idea de construir
edificios que se asemejaran a los del país de origen de los animales
presentados. Para los suricatas, un monasterio egipcio. Una casa con
reminiscencias africanas para las cebras. Para los cebúes, un
“Templo Hindú”. Y un santuario también hindú para los
elefantes. Para los ciervos de la montaña y de la estepa, la “casa
alpina” y la “choza congoleña”, respectivamente. Coronando
todo una réplica del Arco de Tito a través del cual los visitantes
hacían su ingreso al jardín.
El
predio pantanoso atravesado por las vías del Ferrocarril del Norte
se había transformado, bajo su mando, en una ciudad de extravagante
y monumental arquitectura poblada por los más exóticos animales del
mundo.
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