La repercusión fue inmediata: en su silencio y decrepitud, la arquitectura testimoniaba de forma cruel las consecuencias del capitalismo globalizado. Las grandes empresas se habían marchado del lugar, buscando trabajadores más baratos y llevándose con ellas el esplendor de antaño. Hoteles, teatros y oficinas, todo había quedado desmantelado: el sistema que había construido una Detroit brillante la dejaba derrumbarse sin resquemor alguno.
Entre todas las fotos, hubo una que llama especialmente la atención del público. En ella se veía la sala de espera para pasajeros de la Michigan Central Station, la antigua estación de trenes de la ciudad. Al diseñarla, los arquitectos no habían ahorrado en ostentación: se inspiraron en los famosos baños romanos e incluyeron paredes de mármol, grandes arcos y techos esplendorosamente decorados. Pero en 1988 la estación dejó de funcionar y el tiempo comenzó a hacer su tarea. Veinte años después, se había convertido en una impactante ruina. Un extraño monumento consagrado al olvido.
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