domingo, 12 de enero de 2014

El Gran separador en la voz de Roberto

Reyes taumaturgos

La infección en la piel del campesino, el olor nauseabundo y el rey apoyando su mano en la zona afectada. Todo en una misma escena, en un mismo cuadro. Durante siglos, la escrófula fue señalada como la enfermedad de los reyes. No porque fuese típico que los monarcas la padecieran, más bien porque eran los únicos que podían sanarla. Si la religión católica negó el carácter divino de la realeza, los reyes, por su parte, encontraron en el infortunio cotidiano el hueco para convertirse en seres especiales dotados de un don ciertamente sobrenatural que entremezclaba lo político y lo religioso, lo público y lo privado.
En Francia, los monarcas retrotraían este poder al momento del bautismo de Clodoveo, momento fundacional del lazo entre el clero y la monarquía allá por fines del siglo quinto. Desde entonces, ese óleo sagrado permitía que quien estuviera al frente de esa inmortal institución política como era la corona francesa, pudiese curar el mal infeccioso en los ganglios. La mano real, el signo de la cruz y la santa palabra eran herramientas utilizadas también por los monarcas en Inglaterra. El arraigo que la práctica tuvo allí le permitió capear, no sin dificultades, las turbulencias religiosas del siglo XVII o el avance del pensamiento científico racional un siglo más tarde. 
Para mantener esta práctica en el tiempo no importaba si el rey era o no un fervoroso católico. De hecho, muchos se preguntaban cómo hacía Luis XV de Francia para sanar a los enfermos si vivía rodeado de cortesanas y prostitutas. Como se ve, para que estas curaciones semi- milagrosas siguieran su curso solo era necesario creer en ellas. Por lo demás, “el rey te toca, Dios te cura”. 

ESCUCHAR (minuto 22:42)

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