Prohibición
de la Navidad
Tiempo de revolución,
tiempo de cambios. En la Inglaterra del siglo XVII los hombres del
Parlamento se enfrentan a los intentos del Rey Carlos I por
consolidar su poder. La política y la religión se entrecruzan. Los
miembros más radicalizados de la Cámaras de los Lores y los Comunes
son puritanos, fieles defensores de la nueva Iglesia de Inglaterra
creada apenas unas décadas atrás por Elizabeth I. Los realistas,
por su parte, apoyan el culto romano apostólico.
Es en ese contexto de
Guerra Civil, en el que las fuerzas parlamentarias dirigidas por
Oliver Cromwell terminarán por detener las ambiciones monárquicas,
que los populares festejos navideños se vuelven un objeto de
polémica. Amén de tratarse de un evento simbólicamente importante
para sus opositores, la moral puritana ve en la Navidad un ritual
perverso. Ya en 1632 el polémico político
William Prynne se pregunta en su libro Histriomastix: ¿por qué la
nación inglesa no es capaz de pasar las festividades religiosas y
especialmente la Navidad sin beber alcohol, hacer bullicio, apostar a
los dados a las cartas y disfrazarse? Antes que una celebración de
la encarnación del Salvador, las fiestas del 25 de diciembre son,
según Prynne, un sacrificio en honor a Dioniso, dios del vino,
inspirador de la locura ritual y el éxtasis.
Es por
ello que en 1644 el nuevo gobierno puritano se decide a prohibir la
Navidad, esa malvada “trampa de los papistas”. La medida
permanece vigente por dieciséis años, hasta la Restauración de
1660. Su acatamiento, sin embargo, deja mucho que desear. Es que, más
allá de los avatares políticos y religiosos, el 25 de diciembre
sigue siendo ante todo una celebración extremadamente popular. Como
lo señala, no sin cierta ironía, el obispo anglicano Brian Duppa en
1655: el componente religioso del sagrado ritual puede ser
abandonado; el componente culinario, en cambio, es observado con el
mayor de los cuidados por todos los hermanos.
ESCUCHAR (minuto 23:17)
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