“Perro que ladra no muerde”, anota Quinto Curcio Rufo en su biografía de Alejandro Magno, escrita en algún momento del siglo primero después de Cristo. En un mosaico del vestíbulo de la casa de Próculo en Pompeya, se ve la figura de un perro encadenado. “Cave canem” (“Cuidado con el perro”) reza el cartel, dejando en claro quién es el verdadero guardián de la casa.
Son sólo algunas de las miles de huellas que dan testimonio de la duradera y amistosa relación que los hombres han entablado con los canes a lo largo de la historia. De acuerdo a los investigadores, fue en el mesolítico, hace aproximadamente 12 mil años, que los perros se convirtieron en un animal doméstico y pasaron a formar parte de la vida cotidiana de las personas.
Y tres fueron los grandes papeles que cumplió el perro a lo largo de la Antigüedad. En primer lugar, fue un importante acompañante de caza. La palabra griega “kunegos” da cuenta de esto: suele ser traducida como “cazador”, pero significa literalmente “conductor de perros”. Además, y como tantos otros animales, el perro fue objeto de los ritos sacrificiales de las distintas sociedades de la época. En Roma, por ejemplo, durante las Fiestas Lupercalias, los sacerdotes sacrificaban un cachorro en honor a Lico y tocaban con el cadáver a todos los que buscaban la purificación.
La violencia de aquel acto no alcanza, sin embargo, para opacar el tercer y fundamental papel del perro en el mundo antiguo, que no es otro que el de fiel compañero y eterno amigo. Jenofonte relata que en una ocasión Pitágoras se encontró con un grupo de gente que golpeaba con dureza a un perro. “¡Dejad de castigarlo –dijo- porque tiene el alma de un amigo mío, al que yo he reconocido al sentirlo llorar!”.
Vestíbulo de la casa de Próculo en Pompeya